Michel Rolland no es un rockero ni un artista famoso, pero, aun así, cada vez que camina por las calles de alguna ciudad de la Argentina, le piden autógrafos. Con una sonrisa de oreja a oreja, este reconocido enólogo francés recibe a todas las personas que se le acercan, firma con paciencia las botellas e intercambia algunas palabras sobre vino, bebida a la que dedica su vida desde hace más de cinco décadas.
El aprecio de los argentinos por este hombre de 76 años fue forjándose con el paso del tiempo, desde que eligió a nuestro país como su segundo hogar. Además, con un trabajo de hormiga que tuvo marchas y contramarchas, Rolland se ha convertido en el principal impulsor del malbec nacional y asegura que hoy tenemos mucho para celebrar: “Logramos que, en la actualidad, la mitad del mundo esté comprando nuestro vino. En Clos de los Siete [proyecto de viticultores franceses en Valle de Uco], por ejemplo, estamos exportando a más de setenta países”.
Haciendo memoria, el enólogo habla del gran volantazo que dio la Argentina en relación a la producción de vinos de alta gama. “Cuando llegué al país, hace alrededor de 36 años, el vino argentino no existía a nivel internacional. Esto pasaba por una simple razón: el mercado interno se estaba tomando toda la producción nacional. No había exportación y nadie conocía los vinos locales. En los años 90, por un tema económico, la Argentina comenzó a producir un vino destinado al gusto internacional. Fue muy importante, porque antes no se cumplía con esos estándares, era una bebida demasiado enfocada en el paladar local”, cuenta.
El camino no fue fácil. Si bien a partir de ese momento las bodegas más relevantes del mercado empezaron a “cambiar su espíritu”, aún faltaba un empujón más para aceitar el proceso de ventas hacia el exterior. “Las exportaciones habían empezado fuerte en la segunda parte de los ‘90 porque el mercado interno ya no era suficiente. Además, en ese entonces estábamos atravesando una fuerte crisis que explotó en 2001. Ahí fue cuando las bodegas más grandes, como Trapiche, Norton y Salentein, tuvieron que empezar a exportar para sobrevivir”.
A pesar de las dificultades a nivel local, la situación generó una oportunidad de crecimiento para esas bodegas, y dio inicio a lo que sería uno de los capítulos más importantes en la historia del vino nacional. En este sentido, Rolland explica: “La Argentina ha ganado un espacio relevante en la producción mundial y hoy el país es reconocido por el malbec, que es su variedad emblemática”. Lo que vuelve tan particular a este tipo de uva en nuestro país es que es capaz de crecer tanto en Salta como en la Patagonia sin perder la calidad. A diferencia de lo que sucede en Francia, país que cuenta con un largo historial como elaborador de vinos, la Argentina tiene una corta vida en la producción de botellas de alta gama. “Hay un cuento en mi país que relataban los monjes de Borgoña que dice que ellos necesitaron 600 años para conocer bien su terroir. Nosotros acá llevamos solo veinte años de producción, de qué podríamos hablar”.

–¿Cómo ve posicionada a la Argentina hoy en comparación con el resto de los países productores de vino? –Es como si habláramos de un deporte, va a ganar el mejor. Hay un montón de vino en el mundo y la Argentina es uno de los actores. No somos mejores ni peores que otros. De todas maneras, siempre hay que seguir trabajando. Hoy el país ya tiene una imagen consolidada y está posicionado entre Italia, España, Francia, Estados Unidos, Chile, Sudáfrica y Australia”.
La vida de Rolland ha girado en torno al vino desde el día en que nació. Su familia paterna era dueña de viñedos en Pomerol, región francesa conocida por la calidad de su merlot. Allí trabajaban su papá, su abuelo y su bisabuelo, de quienes aprendió las cuestiones básicas de elaboración. Cuando tuvo que elegir una carrera, decidió continuar con el legado familiar formándose como enólogo en Burdeos (Francia). Hasta el día de hoy es el único profesional de su familia primaria especializado en este campo. La única que lo acompaña en esta aventura es Dany, su esposa e incansable socia, a quien conoció mientras estudiaba y con quien se casó en 1970. Ella está a cargo del Château Fontenil, ubicado en la comuna francesa de Saillans, y es una integrante clave de Clos de los Siete.
Con un espíritu nómade que lo impulsa a estar siempre en movimiento, Rolland se ha convertido en uno de los flying winemakers más relevantes de la escena mundial. Esta forma de hacer vino implica que el enólogo trabaje en varias bodegas al mismo tiempo y que, en la mayoría de los casos, estén ubicadas en distintos puntos del mapa. En su haber cuenta con veinte países en los que ha trabajado, entre ellos China, India, Marruecos y Portugal. Su desembarco en la Argentina fue en 1988, de la mano del bodeguero Arnaldo Etchart, que lo convocó a la ciudad de Cafayate (Salta) para que lo asesorara. Allí elaboraron juntos el primer vino considerado premium del país. Con el paso de los años, también entablaron una amistad y se asociaron para inaugurar en 1999 la bodega Yacochuya.
Vislumbrando el gran potencial de nuestras tierras, poco después de su llegada comenzó a buscar un terruño para elaborar sus propios vinos.
Así fue como llegó a Valle de Uco (Mendoza), lugar donde encontró las condiciones ideales para asentar su proyecto y plantar bandera. Fundó Clos de los Siete, en 1999, y se planteó un ambicioso objetivo personal: elaborar el mejor vino de la Argentina.
–La historia de Clos de los Siete comenzó con una anécdota épica y accidentada, ¿podría recordarla? –Sí, durante casi dos años busqué terrenos y terminé por decidirme por uno en Valle de Uco. Quería que tuviera entre 80 y 100 hectáreas, pero, cuando hablé con el dueño, me dijo que solo accedería si le compraba 850 hectáreas. Es decir, el total del terreno. Tras enterarme de la noticia me quedé muy triste y volví a Francia para pensar cómo resolver el problema”. Claro, era una diferencia enorme a nivel económico y, a posteriori, de gestión de las tierras…
“Estando en mi país, se me ocurrió contactarme con otros inversores porque, para ese momento, ya estábamos hablando de una financiación distinta a la que había pensado al principio. Conversé con ellos y les conté que tenía un proyecto posible. Eran en su mayoría amigos vinculados con la industria del vino y me dieron la confianza necesaria para seguir. Después de cuatro o cinco meses, encontré a mis seis socios, todos procedentes de Burdeos (Francia). Así creamos Clos de los Siete. Después vinimos a la Argentina, compramos las 850 hectáreas y aquí seguimos juntos hasta el día de hoy. Fue un trabajo enorme, pero lo hicimos. Cuando llegamos nos encontramos con una tierra totalmente virgen. Compramos en 1998, plantamos en 1999 e hicimos nuestro primer vino en 2002. Estamos en 2024 y seguimos con el proyecto”.
Hoy, Clos de los Siete está compuesto por cuatro bodegas: Monteviejo (la más antigua del grupo), Cuvelier Los Andes, DiamAndes y Bodega Rolland, en la cual Michel elabora sus líneas Mariflor y Val de Flores. La particularidad de este grupo es que, además de elaborar sus propios vinos, cada uno hace un aporte para crear un vino en común. “Dentro de cada bodega hay un lote particular destinado para estas botellas. Así, mezclamos esos cuatro vinos para hacer la marca Clos de los Siete. Elaboramos un vino en común y yo me encargo del ensamblaje”, detalla. Ahora, las botellas de la marca se exportan a más 70 países y esto, celebra el enólogo, es una gran noticia para la Argentina porque equivale a decir que “la mitad del mundo está comprando nuestro vino”.


–¿Quiénes son actualmente los principales importadores de vino argentino? –Sin duda, nuestro mejor comprador es Brasil. También está creciendo el mercado hacia México y en otros lugares seguimos siendo fuertes, como en los Estados Unidos. En Europa no estamos para nada mal posicionados, vendemos bien en Suiza, Reino Unido y en los países del norte.
–¿Aún quedan otras regiones en las que podrían explotarse nuevas oportunidades de negocio? –En Asia, por ejemplo, todavía no estamos muy fuertes. Recién comenzamos. El vino argentino cuenta con todas las características necesarias para ser vendido en el mundo. La competencia es fuerte, pero ningún país domina por completo el mercado”
A pesar del entusiasmo con el que encara sus proyectos y su amplio know-how, Rolland admite que no escapa a algunos de los males que afectan a los argentinos al momento de emprender y producir: las crisis económicas, la inflación y ciertos límites a las exportaciones e importaciones.
–¿Qué evaluación hace del consumo a nivel interno? –Por suerte, el consumo interno todavía está andando muy bien porque hemos tenido, al igual que todos, el problema de la inflación, que aún nos complica. Principalmente, son dos cuestiones las que nos afectan. La primera es la inflación y los inconvenientes con los precios porque nunca sabemos si estamos atrás o adelante. La segunda es que la política argentina no ayudaba para nada a la exportación. Teníamos importación cero y exportación de 0,1”.
–En este sentido, ¿qué expectativas tiene para los próximos meses? –El mercado se está abriendo un poquito más, pero bueno, no es que todo vaya cambiar en tres meses. Pienso que, a partir de ahora, podremos exportar mucho más que en los últimos siete u ocho años”. La innovación en materia vitivinícola y la búsqueda del vino perfecto son dos cuestiones que desvelan a Rolland cuando planifica sus próximas botellas. “Los vinos siempre se pueden mejorar y todo el mundo está pensando en eso: qué hacer para que sean mejores. Lo hace la Argentina y también Francia, Italia y en la ciudad de California. El factor limitante para progresar es el costo.
–¿Por qué sería un factor limitante? –Mejorar siempre es una cosa buena, pero, como todo, tiene un precio. Si no se puede cobrar ese precio ahí está el límite de la calidad. Podemos hacer un vino de mejor calidad, pero tendríamos que aumentar el precio. Es un tema económico que se produce en todos los rubros. Pasa lo mismo con los autos o hasta con la carne.
Si bien su acento francés podría delatarlo, Rolland ya es considerado un argentino más porque ha aprendido nuestras costumbres, conoce nuestros defectos y se ha convertido en un fanático del asado. A pesar de que le insistieron miles de veces con que abriera un restaurante en otras partes del mundo, él decidió hacerlo en nuestro país. Así fue como, en enero de este año, inauguró Michel Rolland Grill & Wine, su local ubicado en Puerto Madero.
–¿Qué te llevó a decir que sí esta vez? –Varias veces me habían propuesto tener mi propio restaurante, pero yo había dicho que no porque… ¡no me gusta cocinar! Aunque sí puedo comer bien (risas). Esta vez accedí porque llevo cincuenta años trabajando y he hecho vinos en 22 países distintos, creo que ya me he hecho un nombre. Además, considero que el vino y la cocina funcionan al mismo nivel y que el vino sin comida es un poco triste.
–¿Cuál es la propuesta del restaurante? –Lo que dije antes de abrir es que no quería que se sirviera comida francesa, sino que hubiera platos que representaran a la Argentina. Más que nada hay asado y otras cosas que me encantan de acá. Por supuesto, en la carta está presentes nuestros vinos y se ampliará también a otras bodegas. El servicio también es de excelencia. –¿Puso alguna condición antes de la inauguración? –A la gente que está a cargo del restaurante le dije que, por favor, ¡no me castigaran la imagen! Quiero que todo sea de buena calidad. Que la carne sea la mejor, que el vino sea bueno, que el servicio sea óptimo y que el lugar sea lindo. Por ahora llevamos cuatro meses de apertura y anda muy bien. De hecho, he cenado allí hace algunos días y puedo decir que comí bien, es un buen lugar.

Todos los platos de Michel Rolland Grill & Wine fueron pensados por la chef Magalí Núñez, quien anteriormente ha trabajado en restaurantes como Niñx Gordo y La Carnicería. Dentro de este menú, centrado principalmente en carne premium, destaca los cortes de Aberdeen Angus estacionados por 21 días y asados a leña. También, otros infaltables del asado, como achuras y variedades de provoleta. De postre, el clásico flan y panqueques con dulce de leche.
Sus cinco décadas en el rubro, las incontables asesorías realizadas y su sólida formación convirtieron a Rolland en una de las personas más calificadas para analizar el futuro del vino. Cuáles son las nuevas tendencias en el mercado y cómo afectará el cambio climático a los viñedos son solo algunos de los temas que integran actualmente en debate.
La disminución en el consumo de vino, sobre todo entre las personas más jóvenes, es una tendencia que no ha parado en todo el mundo. De hecho, según los datos relevados por el Instituto Nacional de Vitivinicultura, en nuestro país este lento pero constante descenso viene de larga data ya que comenzó a fines de la década del 70. Además, en su última medición, la institución informó que “la venta (de vino) acumulada durante enero-diciembre de 2023 ha manifestado una caída del 6,3 por ciento respecto a igual período 2022”.
–¿Cuál es su reflexión sobre este cambio en la forma de consumir el vino? –Pienso que el vino, además de ser una bebida, es una cultura. Entonces creo que mientras hagamos buenos vinos y sean productos que la gente pueda pagar, no va a desaparecer. Esta bebida viene desde muy lejos en la historia por lo que pienso que aún tiene futuro. Si bien las culturas pueden desaparecer, esto no se da de un día para el otro, sino que son procesos lentos. No veo un cambio radical en el consumo dentro de los próximos veinte o treinta años.
–¿Vislumbra una tendencia o piensa que podría tratarse de modas pasajeras? ¿Cómo impacta en los más jóvenes? –A veces pueden decirse muchas tonterías, como que a los jóvenes ya no les gusta el vino. Hoy también se comenta que ellos eligen opciones sin alcohol, pero, a la vez, nunca se vendió tanto whisky como ahora. Hasta donde yo sé, el whisky también tiene graduación alcohólica (risas). Puede haber mejores o peores momentos para el vino, pero nosotros vamos a seguir.
–Otro tema que genera incertidumbre es el cambio climático, ¿nota diferencias en su terroir con respecto a décadas anteriores? –Por ahora, el clima no nos ha castigado y hasta podría decir que, sumado a las tecnologías que incorporamos, nos ayudó. ¿Hasta cuándo va a durar esta bonanza? Esa es una pregunta para la que no tengo una respuesta. La cuestión es la siguiente: si la temperatura comienza a subir sin parar, algún día vamos a estar complicados. Pero bueno, afortunadamente no creo que sea algo que vaya a suceder mañana. Por ahora, podemos dormir tranquilos.
Una de las razones que llevaron a Rolland al estrellato fue su amistad con el crítico estadounidense Robert Parker, quien escribía en la revista especializada The Wine Advocate. Se conocieron a principios de los ochenta y entablaron rápidamente una amistad que resultó ser muy fructífera para ambos: mientras el enólogo triunfaba como flying winemaker, su amigo hizo lo propio convirtiéndose en uno de los críticos de vino más influyentes del mundo. Además, es conocido por haber creado un sistema de puntajes para esta bebida al que llamaron “Puntos Parker”.
El puntapié inicial de este vínculo se produjo en 1982, cuando Parker valoró positivamente los vinos elaborados por Rolland en Burdeos que otros profesionales habían criticado. Luego, poco a poco, el enólogo comenzó a ser tapa de revistas vinculadas a la industria y terminaría por transformarse en un especialista constantemente consultado.
Convertido en palabra autorizada para hablar sobre vinos, Rolland también ha tenido que afrontar en algunas ocasiones fuertes críticas por algunas de sus opiniones. Sucedió mayormente luego de que se estrenara el documental Mondovino (2004), donde lo acusaron de querer “globalizar” y “homogeneizar” los criterios para elaborar vino en las distintas regiones del mundo.
En aquel momento, durante una entrevista con el diario español El Mundo, él lo desdramatizó: “He organizado muchas catas a ciega de los vinos producidos por mis clientes en todo el mundo y, si alguien afirma que esos vinos son iguales, o incluso parecidos, solo puedo contestar ¡por favor sean serios! Vengan conmigo a una cata a ciegas y comprobarán lo diferentes que son y hasta qué punto cada uno refleja la identidad del país y la región de la cual procede”.
A más de veinte años de haber comenzado con Clos de los Siete, el enólogo y su esposa pueden celebrar que han logrado contagiar su pasión a sus dos hijas. Actualmente, Stéphanie y Marie los acompañan en este proyecto y se mantienen, al igual que ellos, en constante formación.
La familia también conserva en funcionamiento su laboratorio ubicado en Libourne (Francia). Allí se dedican a analizar diversas variables bioquímicas, que luego son utilizadas al realizar los asesoramientos. “Hoy en día yo soy socio del laboratorio porque, como ya estoy viejito, algunos de mis antiguos empleados han tomado la posta y se han asociado conmigo”, cuenta.
–¿Cuáles son los objetivos de este laboratorio? –Una de mis hijas maneja todo allá más que yo. Hacemos análisis de datos y, cada año, se estudian entre 35 y 40 mil muestras. Los resultados son de gran ayuda para la elaboración del vino. Son como análisis médicos, te dan los datos para que alguien más pueda leerlos y aprovecharlos para saber en qué estado se encuentra todo. Acompañamos a los dueños de las bodegas para que sus vinos sean de la mejor calidad posible.
La familia Rolland siguió creciendo y hoy el enólogo tiene cinco nietos. Cada uno ha recibido como regalo un vino propio que fue pensado y elaborado especialmente por su abuelo. “A medida que fueron naciendo le hemos lanzado una botella. Cuando nació Camille, mi nieta más grande que hoy tiene 18 años, le hicimos Mariflor Camille”.
–Hay otra anécdota divertida con dos de sus nietos, Arthur y Theo… –Exacto, después de Camille vinieron los gemelos. Ahí tenía dos posibilidades: hacer un vino para cada uno. o uno en común. Pensé que hacer dos podía ser un peligro porque imagínate que, quince años después, la gente podía preferir uno y no el otro. Uno de mis nietos estaría muy frustrado (risas). Entonces decidimos hacer uno en conjunto. Co-fermentamos syrah y malbec, y así nació Mariflor Arthur & Theo, que son los nombres de los chicos. Después tenemos un Raphael y la última es Giulia, que tiene seis años y también le hemos hecho su vino. Todas estas botellas son muy buenas y las seguimos haciendo más que nada en los buenos años (de cosecha).
–¿Sueña con que alguno de tus nietos continúe en el legado y se convierta en la sexta generación de viñateros de la familia? –Mis dos hijas están trabajando conmigo. Por ahora no hay más enólogos que yo en la familia. Tal vez alguno de mis nietos lo sea. Por mi edad no sé si podré verlo. Estoy muy contento de que mi familia tenga un emprendimiento en Francia, pero también aquí en la Argentina. Para mí ellos son lo más importante y todo lo que he trabajado en estos años ha sido más por ellos que para mí”.
Por: María Eugenia Mastropablo
fuente: lanacion.com.ar