En un escenario de sobreoferta, consumo en retroceso y viñedos que se arrancan incluso en las regiones más prestigiosas del mundo, la industria vitivinícola enfrenta un desafío que va más allá del producto: recuperar la experiencia, la hospitalidad y el disfrute.
Ante tanta incertidumbre, si el vino quiere volver a prosperar necesita, simplemente, reencontrarse con algo esencial: ser divertido. Porque si las regiones vitivinícolas quieren que la gente vuelva a visitarlas, deben recordar que lo que realmente venden no es solo vino. Venden hospitalidad. Venden experiencia. Y hoy, la experiencia lo es todo.
El contexto es complejo. A nivel global existe un exceso de vino —especialmente de vino tinto— que impacta de lleno en los mercados tradicionales. Las noticias que llegan desde Europa son elocuentes: en Francia, el propio Estado paga para erradicar viñedos; en regiones emblemáticas como el Valle de Napa o el Médoc se arrancan hectáreas en zonas que, durante décadas, asumieron —futbolísticamente hablando— que con “la camiseta bastaba”, que el prestigio y la marca eran protección suficiente frente a cualquier ciclo económico adverso.
Sin embargo, no todo el mapa vitivinícola está en retroceso. Algunos sectores no solo resisten, sino que crecen. Y lo llamativo es que se trata, en muchos casos, de espacios que hasta hace poco eran considerados marginales o secundarios: vinos orgánicos, sustentables y naturales, espumantes elaborados bajo el método tradicional. Durante años fueron vistos como una curiosidad, un nicho pequeño, casi decorativo dentro de la industria.

También se repite con insistencia la idea de que las nuevas generaciones beben menos vino —o directamente no beben—. Pero la realidad ofrece matices, especialmente en Europa y Estados Unidos: miles de vinotecas especializadas, en particular de vinos naturales, se multiplican y funcionan como termómetro de un consumo que no desapareció, sino que cambió de forma, de ritual y de expectativas.
Tal vez la clave no esté en producir más, sino en ofrecer mejor. En volver ( hasta hace poco lo era) a poner al vino en el centro de experiencias memorables, accesibles y auténticas. En entender que, más allá de la botella, el verdadero valor sigue estando en cómo se vive el vino. Y en asumir que ese consumidor existe, está activo y sigue buscando sentido, disfrute y emoción.

Por Marcelo Chocarro



