Cada cuarto viernes de octubre, el mundo celebra el Día Internacional del Champagne, el vino más famoso del planeta. Pero más allá de Francia, las burbujas también tienen acento argentino: diversidad de etiquetas, innovación en los viñedos y un público que aprende a disfrutar los espumosos todo el año.
Un brindis que nació en Francia y conquistó el mundo
El Día Internacional del Champagne rinde homenaje a un ícono del lujo y la celebración. Su nombre, reservado exclusivamente para los vinos elaborados en la región de Champagne, al noreste de Francia, es sinónimo de prestigio y tradición.
Solo quienes cultivan, fermentan y embotellan a menos de 160 kilómetros de esta zona pueden llamarlo así. El secreto está en su método —la segunda fermentación en botella o método champenoise— y en un sistema de control de calidad que regula desde el tipo de uva (Chardonnay, Pinot Noir y Pinot Meunier) hasta los tiempos de crianza.
Más de 200 millones de botellas de Champagne se descorchan cada año en el mundo. Pero su influencia va mucho más allá: inspiró a todos los elaboradores de vino espumoso del planeta, que hoy celebran su día como propio.
Argentina: un país con alma espumosa
Aunque Champagne sea una denominación de origen francesa, Argentina se ha ganado su lugar en el mapa global de las burbujas. Los espumosos comenzaron a producirse hace más de un siglo, pero fue en las últimas dos décadas cuando su calidad y diversidad alcanzaron un nuevo nivel.
En el país existen muchas etiquetas, pero pocas champañeras, es decir, establecimientos dedicados exclusivamente a su elaboración. Las bodegas históricas como Chandon, Navarro Correas o Rutini sentaron las bases; pero hoy proyectos como Cruzat marcan la diferencia con un trabajo minucioso y una filosofía centrada en el método champenoise.
La gran revolución ocurrió en los viñedos. Los productores aprendieron a trabajar zonas de altura como el Valle de Uco para lograr vinos base con buena acidez, tensión y frescura. Así nacieron espumosos argentinos más complejos, elegantes y con identidad propia.
Nombres como Onofre Arcos o Pedro Rosell Boher dibujaron el mapa de las burbujas argentinas, cuando elaborar un buen espumoso era casi un arte silencioso, lejos de las redes y del marketing.
Nuevas formas de disfrutar las burbujas
Durante mucho tiempo, los espumosos se asociaron a las fiestas y los brindis de fin de año. Hoy esa costumbre está cambiando: el consumo se desestacionaliza y crece su presencia en bares, aperitivos y comidas informales.

En Europa y Estados Unidos, el Prosecco italiano —un espumante simple, frutal y accesible— revolucionó el sector e impulsó una nueva cultura del consumo cotidiano. En Argentina, esa tendencia también se refleja: cada vez más consumidores lo eligen.
“Las burbujas no necesitan una ocasión especial, sino que la ocasión se vuelve especial cuando descorchamos una”, sostiene a sus 89 años Pedro Rosell, maestro de generaciones y referente absoluto del espumoso argentino. Esa frase sintetiza el espíritu de una generación que busca placer, frescura y celebración en cada copa.
Entre estrellas y terroirs
Aquel 4 de agosto de 1693, cuando el monje benedictino Dom Pérignon probó una de las botellas que habían vuelto a fermentar por accidente y exclamó “estoy bebiendo estrellas”, probablemente no imaginó que estaba dando origen al vino más admirado de la historia.
Tres siglos después, las estrellas también brillan en las copas argentinas. Nuestro país produce espumosos de altísima calidad, capaces de competir con fuerza en el mercado internacional dentro del segmento de los 20 dólares en góndola, ofreciendo vinos de burbuja delicada, notable complejidad y buen cuerpo.
Cada brindis con un espumoso argentino refleja nuestra historia de esfuerzo y pertenencia: inmigrantes que trabajaron la tierra, amigos que se reúnen, familias que celebran.
Porque las burbujas, más allá de la fiesta, son también la expresión de un país que, incluso en la crisis, encuentra en cada copa una forma de esperanza y alegría.
Por equipo de Saber Salir



