La cuenca del Amazonas, considerada el mayor sumidero de carbono y bastión de biodiversidad del planeta, está en el centro de otra agenda global: la carrera por los minerales críticos y los elementos de tierras raras. A medida que los países aceleran hacia la descarbonización, crece la demanda de metales esenciales para la energía limpia, como el litio, el níquel, el cobre, el cobalto y otros utilizados en paneles solares, vehículos eléctricos, turbinas eólicas y armas. Pero esta fiebre por los “minerales verdes” expone una paradoja: la transición a un futuro con bajas emisiones de carbono podría acelerar la destrucción del medio ambiente, dañar a las poblaciones locales y debilitar las regulaciones en una de las regiones más vulnerables del planeta.
La nueva fiebre del oro verde
La Amazonia ya ha vivido otros ciclos de exploración. Desde el caucho hasta la carne, desde la madera hasta la soja, sus bosques han sido moldeados por los mercados extranjeros. Ahora, la atención se centra en los recursos minerales subterráneos, codiciados por multinacionales y empresas estatales. Brasil, potencia minera de América del Sur, posee más del 90% de las reservas explotables de niobio del mundo, un metal esencial para las aleaciones superconductoras. El Complejo de Carajás, en el estado de Pará, operado por Vale SA, es una de las mayores minas de hierro a cielo abierto del mundo, con cobre, oro y manganeso. Norsk Hydro opera minas de bauxita en Paragominas, también en Pará, reforzando el vínculo de la Amazonia en las cadenas globales.
Bolivia, Colombia, Ecuador y Guyana se están posicionando como nuevos centros de minerales estratégicos. Los llanos bolivianos son testigos del crecimiento de la minería informal de oro, además de contar con reservas de estaño y un yacimiento intacto de tierras raras. En el Vichada colombiano se encuentra el proyecto Minastyc, de la empresa canadiense Auxico Resources, que extrae tantalio, niobio y galio. Mientras tanto, el sureste de Ecuador se está abriendo a la extracción de cobre y oro, con megaproyectos como Cascabel y Mirador que atraen miles de millones de dólares. Surinam y Guyana, que antes se centraban en el oro y la bauxita, ahora están investigando depósitos de tierras raras en el Escudo Guayanés.
Este escenario se produce en medio de la disputa mundial por los minerales estratégicos. China, líder en la refinación de tierras raras, está expandiendo su presencia en América del Sur a través de infraestructura y contratos minerales, incluso en el triángulo del litio entre Argentina, Chile y Bolivia. También está ampliando activamente las inversiones en minas en Brasil y Perú. Mientras tanto, Estados Unidos, la Unión Europea, Canadá y Japón están buscando fuentes y rutas alternativas fuera del control chino. Los países de la Amazonia se han convertido en objetivos centrales, con empresas occidentales y asiáticas compitiendo por áreas de exploración, a menudo con el apoyo de financiación estatal.
Un bosque bajo asedio
Los obstáculos logísticos y regulatorios son enormes. Muchas de las zonas ricas en minerales se encuentran en lugares remotos con poca infraestructura y supervisión. Herramientas geoespaciales disponibles en la Red Amazónica de Información Socioambiental Georreferenciada (RAISG) y la Agencia Nacional de Minería (ANM) revelan superposiciones entre concesiones, tierras indígenas y áreas protegidas, lo que indica que la minería está avanzando hacia zonas legalmente restringidas. En Brasil y Colombia, los grupos ilegales y las cooperativas informales desdibujan las fronteras entre lo legal y lo clandestino, lo que dificulta la supervisión. El aislamiento geográfico de la región empeora las cosas: puede llevar días acceder a algunos lugares en barco, con una señal digital inestable en el mejor de los casos.
Incluso con todas estas limitaciones logísticas, el crimen organizado avanza. Las redes vinculadas al tráfico de cocaína, la tala ilegal y la minería se están expandiendo ahora para incluir los minerales más valiosos. En Colombia, las disidencias de las FARC y los grupos paramilitares controlan partes del comercio del oro y del coltán (columbita-tantalita). En la región brasileña de Tapajós, la minería ilegal está creciendo a pesar de operaciones como la del Escudo Yanomami. En toda la región, la contaminación por mercurio en los ríos, causada por la minería artesanal, destruye la vida acuática y envenena a las comunidades indígenas.
Pero el riesgo no es sólo ambiental. Estas actividades socavan la autoridad estatal, corrompen las instituciones y desestabilizan las regiones. En Bolivia y Ecuador, las protestas contra las concesiones –muchas sin consulta previa– se intensifican, generando bloqueos, acciones judiciales y represión violenta. En el Arco Minero del Orinoco, en Venezuela, la minería se ha militarizado: el Estado y grupos armados se disputan territorios con violencia, trabajo forzado y deforestación masiva. Allí, la unión del oro, los diamantes y el coltán frente a la impunidad y la represión generó una crisis humanitaria disfrazada de progreso.
Hay iniciativas de transparencia y regulación ambiental, pero falta consistencia. La Agencia Nacional de Minería (ANM) ha creado un registro digital y adopta sistemas de trazabilidad como el Registro Único de Comercializadores de Minerales (RUCOM) del país. Brasil cuenta con el Código Forestal y organismos como el IBAMA y el SISNAMA. Bolivia, con GeoBolivia, y Ecuador, con el Geoportal de Cadastro Mineiro, ofrecen mapas con superposiciones ambientales, pero los datos son desiguales y poco monitoreados, especialmente en las zonas fronterizas. También hay intentos de vincular la minería a acuerdos internacionales, como la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional (UNTOC).
¿Transición justa o nueva explotación?
El dilema es claro: ¿cómo conciliar la demanda de minerales estratégicos –esenciales para la transición energética– sin destruir la integridad ecológica y social de la Amazonia? No hay una respuesta sencilla. Medidas como formalizar la minería artesanal, promover tecnologías libres de mercurio y reforzar los estudios de impacto ambiental son necesarias, pero aún insuficientes. Lo que se necesita son modelos de gobernanza que pongan en primer lugar los intereses de las comunidades locales, garanticen consultas rigurosas y respeten los límites ecológicos por encima de la lógica de la extracción a cualquier costo. Programas como la Iniciativa para la Transparencia de las Industrias Extractivas (EITI) proporcionan marcos de rendición de cuentas, pero su eficacia depende del compromiso de los gobiernos y de la participación activa de la sociedad civil.
Por encima de todo, el debate sobre la energía limpia debe afrontar su propio coste extractivo. La descarbonización no puede lograrse a costa de bosques devastados, ríos contaminados y comunidades desplazadas. La Amazonia no es sólo un depósito de recursos: es un organismo vivo que regula el clima, sustenta culturas y señala alternativas. Si los minerales que alimentan la energía verde se extraen con el mismo daño que se supone que debían evitar, la transición ecológica será sólo otro capítulo en la larga historia de explotación amazónica.
Mientras inversores, gobiernos y ambientalistas compiten por encontrar los elementos básicos de una economía baja en carbono, la Amazonia se encuentra en una encrucijada: ¿será una nueva frontera mineral sacrificada en aras de la demanda global? ¿O podría ser el escenario de una transición justa y sostenible, que respete a las personas y a los ecosistemas tanto como los objetivos de producción? La respuesta podría determinar no sólo el futuro de la energía limpia, sino también el destino de la selva tropical más grande del mundo.
Por Robert Muggah. Richard von Weizsäcker Fellow de la Academia Bosch y cofundador del Instituto Igarapé