Hace tres décadas, el vino argentino era otra cosa. La mayoría de las bodegas apuntaban al consumo interno, los vinos eran rústicos y el concepto de terroir apenas se mencionaba. Pero todo empezó a cambiar en los años noventa, cuando el país abrió sus puertas a las inversiones extranjeras y a una nueva manera de pensar el vino. Fue el inicio de una revolución que, con altibajos, aún sigue escribiéndose.
El desembarco de Rolland y la modernización
La historia tiene su punto de partida en Cafayate, Salta, cuando el enólogo bordelés Michel Rolland conoció a Arnaldo Etchart, pionero del vino de altura. El primer resultado de esa colaboración fue Arnaldo B Etchart, un tinto que inauguró la impronta técnica de Rolland en el norte. Poco después nacería San Pedro de Yacochuya, que terminaría de demostrar que en Cafayate podían elaborarse vinos de clase mundial: intensos, precisos y con identidad.

El “efecto Rolland” fue inmediato. Su llegada simbolizó la entrada del vino argentino a la era moderna. Con él llegaron nuevas tecnologías, prácticas más precisas y, sobre todo, una mentalidad global. Su influencia atrajo a una generación de inversores franceses fascinados por el potencial de Mendoza y los Andes: Laurent Dassault, los Cuvelier, los Lurton, Catherine Péré-Vergé, los Bonnie, entre otros.
En Bodega Trapiche, Rolland desarrolló junto a Ángel Mendoza uno de los primeros grandes vinos de alta gama del país: Iscay, un blend de Malbec y Merlot lanzado en 1997. Fue un símbolo de la unión entre la elegancia bordelesa y la identidad mendocina. Años más tarde, el francés replicaría esa visión con el proyecto más importante por aquellos años, Clos de los Siete (2002), un megaproyecto en el Valle de Uco que reunió a varios de esos inversores en una apuesta colectiva por el futuro del vino argentino.

Los años 2000: exportación y “parkerización”
Con el nuevo siglo, Argentina comenzó a mirar hacia afuera. El Malbec se consolidó como cepa insignia y el país vivió un boom exportador sin precedentes.
El crítico estadounidense Robert Parker definía los gustos globales y su influencia se hizo sentir: los vinos potentes, concentrados, de alto grado alcohólico y taninos suaves dominaban la escena.
Era la época de los vinos musculosos, donde la palabra “intensidad” se había convertido en sinónimo de calidad. El Malbec argentino encajaba perfectamente en ese molde: producción cuidada, altitud, madera nueva, alcohol elevado y taninos suaves. Un buen ejemplo es el Malbec Argentino 2006 de Bodega Catena Zapata, un 100 % Malbec de 14 % alcohol, que alcanzó 96 puntos en la Wine Advocate. A partir de esos lanzamientos y de la atención internacional —incluidos homenajes y catas en Europa— Argentina dejó de ser una promesa para asumirse como una realidad en el mapa del vino mundial.

El giro hacia el origen
Como toda moda, la “parkerización” tuvo su contracara. A medida que avanzaba la década de 2010, una nueva generación de productores comenzó a cuestionar ese modelo. Buscaban menos concentración y más frescura, menos receta y más identidad.
La cosecha 2016, marcada por un clima frío y lluvioso, aceleró el cambio. Los enólogos se vieron obligados a trabajar con uvas menos maduras, dando lugar a vinos más precisos y equilibrados. Fue un punto de inflexión: se pasó del vino exuberante al vino expresivo, de la potencia a la sutileza.
Al mismo tiempo, la crítica internacional también cambió el rumbo. Los nuevos catadores de Parker y otras publicaciones comenzaron a valorar la elegancia, la tensión y la fidelidad al terroir. Argentina empezó a redescubrir su propio lenguaje.
La nueva era: diversidad y exploración
Hoy, el vino argentino vive una etapa fascinante.
Un grupo consolidado de bodegas trabaja con precisión en cada detalle del viñedo, mientras que una generación joven impulsa un movimiento de exploración constante: rescate de variedades olvidadas, fermentaciones naturales, uso mínimo de madera, y proyectos en regiones impensadas como la Patagonia atlántica y Buenos Aires.
Es una época de prueba y error, pero también de libertad creativa. El país dejó de copiar modelos externos para construir una identidad plural y contemporánea, donde conviven lo clásico y lo disruptivo.
Nuevos consumidores, nuevas comunidades
Mientras tanto, el panorama comercial muestra claros contrastes.
En el mercado interno, a pesar de la caída del consumo per cápita, crece el interés por aprender y compartir experiencias en torno al vino. Surge un fenómeno reciente: grupos de amigos —y amigos de amigos— que se organizan para catar en casas, comprar de manera colectiva, viajar a bodegas y mantener viva la conversación a través de comunidades de WhatsApp o redes sociales.
Es una nueva sociabilidad del vino, menos formal que la del club o la vinoteca, pero igual de apasionada y con fuerte sentido de pertenencia.
Al mismo tiempo, los consumidores más jóvenes impulsan un cambio de paradigma: buscan etiquetas novedosas, estilos más ligeros, vinos con baja graduación alcohólica y proyectos auténticos, donde la historia detrás de la botella importe tanto como el contenido.

El desafío externo: reposicionar la marca Argentina
En el mercado externo, en cambio, la percepción entre los exportadores es más ambivalente. La categoría “vino argentino” lleva varios años amesetada, aunque en los últimos meses se observa una reactivación de pedidos y mayor interés de importadores en mercados clave como Estados Unidos, Reino Unido y Brasil.
El Malbec sigue siendo la carta fuerte y la puerta de entrada, pero cuesta instalar la idea de que Argentina ya no es solo potencia, sino también precisión, frescura y diversidad.
El reto pasa por comunicar esa evolución estilística: que detrás del Malbec icónico conviven hoy vinos blancos de montaña, tintos ligeros de altura, blends atlánticos y proyectos que muestran la nueva cara del país. En definitiva, el desafío del vino argentino fuera de sus fronteras es actualizar su propio relato, sin renunciar a la identidad que lo hizo grande.

Treinta años después
Treinta años después de aquel encuentro en Cafayate, el vino argentino es otro. Pasó por la modernización, la expansión, la exportación masiva y ahora atraviesa su etapa más madura: la búsqueda del alma propia.
Hoy, entre valles y alturas, el país sigue aprendiendo a narrarse a través del vino.
Una historia que empezó con Michel Rolland y Arnaldo Etchart, continuó con la era del Malbec y que hoy se reinventa en cada vino, con una certeza: el futuro del vino argentino ya no se busca afuera, sino adentro.
Por Marcelo Chocarro



