Córdoba vive del turismo. O, al menos, eso repite su discurso oficial. Sin embargo, para miles de automovilistas que la atraviesan cada año, la experiencia en las rutas provinciales cuenta otra historia: controles viales diseñados más para recaudar que para prevenir, multas desproporcionadas y una señalización confusa que convierte al viaje en una carrera de obstáculos.
La Policía Caminera —símbolo histórico de control en la provincia— se ha transformado en una presencia intimidante. Controles ubicados en zonas poco visibles, agentes apostados en árboles o detrás de curvas, y cartelería móvil que aparece y desaparece según la conveniencia del operativo. No se trata de excesos aislados, sino de un sistema que muchos conductores describen como una verdadera trampa.
Las rutas, en varios tramos, no son las adecuadas para las velocidades exigidas. Cambios repentinos en los límites, señalización tardía o directamente inexistente, y radares ubicados sin criterios claros de prevención. El resultado es previsible: infracciones en serie, actas automáticas y multas que, en algunos casos, rozan lo ridículo por su monto y por el contexto en el que se labran.
El problema no es el control. Controlar es necesario y deseable. El problema es cómo se controla. Cuando la seguridad vial se confunde con una caja recaudatoria, el mensaje es claro: el automovilista no es un ciudadano a cuidar, sino un infractor en potencia.
Este modelo no solo genera enojo; también desalienta. Cada multa inesperada es una mala experiencia que se multiplica en el boca a boca, en redes sociales y en foros de viajeros. Y en un país donde el turismo interno compite ferozmente entre provincias, esa reputación pesa.
Córdoba no necesita un plan anti-turismo, pero el que hoy parece aplicar en sus rutas va en esa dirección. Transparencia, señalización fija y clara, criterios preventivos y multas proporcionales serían un primer paso para que volver a Córdoba sea un placer… y no una ruleta.
Por el equipo de saber salir



